En su
poema-máxima “Ídolo”, Emilio Adolfo Westphalen escribe: “se arremolinaron de
repente las palabras para formar un bloque compacto e indisoluble al cual no
quedaba sino someterse”. Uno de los ídolos de nuestra contemporaneidad es la
idea de que la felicidad es una posibilidad y un deber que tenemos para con
nosotros mismos. Ese ídolo se llama éxito y se supone que nuestra vida solo se
encamina hacia la dicha en tanto le rindamos el debido culto, mediante la
entrega al trabajo y el triunfo en la competencia. Entonces, si la alegría no
nos acompaña resulta que somos nosotros los únicos culpables, pues nos ha
faltado el compromiso que este ídolo nos demanda a cambio de la felicidad que
nos promete.
Sabemos, en
el fondo, que las cosas no son tan simples, pero el hecho es que el éxito es el
ídolo más resplandeciente en el altar de nuestra época. Cegados por ese
resplandor somos llamados a radicalizar nuestra adoración. Y cuando, pese a
nuestros esfuerzos y sacrificios, y a la buena conciencia de haber cumplido con
el culto, resulta -de improviso- que la tristeza nos sujeta, en ese momento,
lejos de cuestionar al ídolo, nos quedamos sin palabras. El malestar está allí,
sólido, pero permanece mudo, no dice nada. Y tampoco parece dejarse influir por
las palabras o conjuros que, para disiparlo, tratamos de articular. El ídolo no
ha cumplido su promesa, y, en medio de todo, ni siquiera lo cuestionamos.
Sospechamos
que detrás de las palabras y promesas que nos están fallando hay otras palabras
y otras promesas, pero esa sospecha no es suficiente como para disipar la
pesada tristeza que nos hunde en nuestro mundo interior y que nos invita a
flagelaciones y castigos para salir, depurados, ágiles y veloces, a cumplir con
el mandato del ídolo que esta vez sí nos dará nuestro premio.
Podemos
saber que ese ídolo es una estafa, y, sin embargo, seguir rindiéndole la vida.
La constatación de su vacuidad no es suficiente para escapar de su hechizo. En
realidad, este ídolo, llamado “éxito”, es la versión secularizada de un ídolo
más antiguo y fundamental. Me refiero al culto a la actividad como único
camino de salvación. Esta es la revolución en las mentalidades que introdujo la
reforma protestante en el norte de Europa y que hoy, en una forma secularizada,
llega a todas partes, especialmente a países como el nuestro, ávidos de
progreso y democracia. El trabajo se convierte entonces en una suerte de
religión, en un vínculo aparentemente sólido con lo trascendente. Allí, en el
trabajo empecinado, estamos salvos.
Todo tiempo
debe ser productivo, convertido en oro, esta es la exigencia del ídolo. Se
instala entonces la disposición que domina la vida: economizar el tiempo,
disminuir los costos, aumentar la producción. Entonces, otras actividades -la
contemplación, el humor, la conversación, el juego- se convierten en
realidades de segunda categoría, en sospechosas desviaciones de nuestro deber.
En todo caso, para satisfacer los deseos frustrados y aligerar el peso de la
añoranza, está el enorme poder de la industria del entretenimiento. La evasión
sistemática de nuestra realidad.
Será por
ello que nos la pasamos trabajando aun cuando pensemos con tristeza que más
ayudaría a nuestra felicidad estar intercambiando afectos con las personas que
amamos. Pero estamos divididos. El logro de una mayor integridad parece un
objetivo remoto. Yes que la adicción al trabajo en la que resulta la religión
del cálculo es también una forma de huir del desafío que significa salir de
nosotros mismos, una manera de tratar de ser invulnerable a la (desilusión que
los otros nos despiertan.
Estas
fiestas son un momento propicio para darse cuenta de que el avance del ídolo
del éxito y de la lógica del cálculo, es el retroceso del amor. Y el amor es el
único sentimiento que da valor a la vida. De otra manera estamos condenados a
la estéril idolatría del éxito.
La religión
del cálculo
Por GONZALO
PORTOCARRERO
Sociólogo
Tomado de ElComercioPeru.pe
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